
En algún momento del equidistante futuro, una niña llamada Camila se compró un gatito. Era hermoso y su pelaje le recordaba a la llama del fósforo que encendía religiosamente cada vez que entraba en el baño después de que su padre saliera de una de sus "sesiones de lectura extraordinaria" (que solían durar aproximadamente media hora y en las que podían escucharse pintorescas acotaciones en las que su padre mezclaba las onomatopeyas de esfuerzo evacuatorio con los fragmentos que más lo conmovían de los libros).
Pero me voy de tema. Como el pelaje del gatito hacía que Camila pensara en la llama del fósforo, le puso como nombre "Fuego". El gato pronto se estableció dueño de la casa. Incluso llegó a destruir con sus uñas algunos libros de Paulo Cohelo, material indispensable para las "sesiones de lectura extraordinaria" del padre de Camila. Pero nadie hizo nada al respecto, el padre de Camila luego de ver los ojos inocentes del gato se limitó a decir "la vida continúa".
Fuego se movía con gracia por todos los rincones de la casa, de vez en cuando se robaba algún peluche o algo de comida y se trepaba al ropero del cuarto de madre y padre de Camila. Entonces podía escucharse a la chica desesperada gritando "Fuego, dame. Dame, Fuego". Tenía especial predilección por las cosas de color rosado, su blanco preferido era un elefantito rosa al que su dueña había llamado Dalila.
A medida que el tiempo pasaba Fuego se iba inflando por la zona abdominal y ya no se movía con la misma plasticidad. Pero Camila siempre lo miraba con los ojos del recuerdo y de vez en cuando le acercaba el peluche para que jugara. Por que aunque a veces la juventud se va, lo que queda es más importante.
Un año después, Camila cumplió quince y le dijo a su madre: "Esta noche habrá una fiesta", por lo que la madre compró un par de botellas de Gini Cola, unas papafritas y un largo vestido blanco con ropa interior haciendo juego ("por si acaso" dijo la madre y, por si acaso, no se lo dijo al padre).
Antes de que llegaran los muchachos, la niña se quedó en su casa con las amigas mientras los padres se iban a cenar y al cine. Entre broma y broma sobre los invitados masculinos, las chicas decidieron quitarse la ropa interior (por si acaso) y la arrojaron, sin quererlo, sobre el pobre Fuego que maullaba sin detenerse. El resto de la noche pasó sin más momentos memorables. Excepto esa historia que contó algún invitado sobre aquel cantante famoso que, al momento de morir, decidió convertirse al budismo porque la idea de reencarnar lo atraía mucho.
Antes de dormir, Camila miró a Fuego y pensó que eso era una tontería.
Al mismo tiempo, Fuego tarareaba para sus adentro "Una muchacha y una guitarra para poder cantar..."